Quizás has tenido la experiencia de tomar una salida equivocada en la autopista y de encontrarte en el camino incorrecto, uno en el que no puedes cambiar de dirección por muchas millas. Lo único que quieres hacer es dar la vuelta, pero el camino no coopera. La práctica de nuestra religión y nuestra fe pueden ser así. A veces, después de muchos años, o de toda una vida, nos damos cuenta de que tomamos un camino equivocado y terminamos en un lugar donde no queremos estar. Comenzamos a buscar formas de regresar, pero el paisaje que hemos creado por nuestras decisiones y las vidas que hemos creado dificultan encontrar las salidas y los retornos. Afortunadamente, como católicos, tenemos temporadas, como la Cuaresma, que nos invitan año tras año a regresar a Dios. Tenemos muchas oportunidades para cambiar de dirección, si elegimos tomar los retornos. Nuestros giros pueden hacerse con la confianza de que un Padre amoroso nos espera con los brazos abiertos. Tal fue el relato evangélico que escuchamos en la Santa Misa este fin de semana, para el Tercer Domingo de Cuaresma. Una historia poderosa sobre un Padre dispuesto a perdonar no a uno, sino a dos hijos pródigos. Uno, un hijo pródigo libertino, y el otro más encubierto, que al mismo tiempo estaba en la casa de su Padre, pero cuyo corazón, mente y alma estaban lejos de Él. Ya se saben la historia. Después de gastar toda su herencia en una vida disoluta, el pecador libertino y hambriento, regresa a los brazos y a la casa del Padre misericordioso, quien no solo lo acepta, sino que ¡le organiza una fiesta! Nos quedamos preguntándonos sobre el destino del otro hijo, quien se rebela ante la misericordia y generosidad del Padre. Este relato nos presenta la Buena Nueva a todos, sin importar con qué hijo nos identifiquemos. Podemos consolarnos sabiendo que el Padre ama a ambos hijos y quiere que ambos entren en su casa y experimenten su alegría. San Pablo expresa la hermosa idea del gran amor del Padre por nosotros en su carta a los Romanos (Rom. 8:38-39):
“Pues estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni las potestades, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.” Los seres humanos somos la culminación de la hermosa obra maestra de nuestro Dios Creador. Somos criaturas hechas a imagen y semejanza de Él, y dotados con dones divinos. El don más grande es también el más trágico… el libre albedrío; nuestra capacidad de elegir. Somos libres para elegir amar a Dios, o no. Dios es un verdadero amante, un verdadero amante quiere ser elegido por su Amado. Perdimos muchísimo con el Pecado Original (gracias Adán y Eva), pero perdemos aún más cuando nos alejamos de Jesús, creamos ídolos y construimos palacios de estiércol. El mes pasado, puede que te hayas sorprendido o divertido con el título de mi artículo… “La Cuaresma es para Perdedores”, pero ¿no es eso en última instancia de lo que se trata la temporada? ¿No son las cenizas en nuestras cabezas la admisión más visible de la condición triste en la que estamos? Ciertamente hemos perdido el rumbo, y la temporada nos permite buscar esos retornos que Dios pone a nuestro alrededor para ayudarnos a encontrar el camino de regreso a casa del Padre.
Así que ya basta de “aventuras fuera del camino a Dios”, es hora de regresar a Casa. ¿Qué mejor manera que declarar a Dios que finalmente vemos el retorno en el camino, allá en el horizonte, y estamos preparados para tomarlo.